Entre Los Andes y el Pacífico, dunas, volcanes, salares, lagunas, minas, flora y fauna confluyen en el punto más seco del planeta.
Para conocer el lugar más árido de la tierra, invitados por el Sernatur -Servicio Nacional de Turismo de Chile- nos instalamos en Copiapó, previa escala en Santiago.
Rumbo al norte, después de cruzar en el camino minas de cobre, oro, hierro y otros minerales –explotadas por megaempresas o por pequeños emprendimientos familiares–, llegamos a la zona de dunas.
Antes de entrar a “jeepear” en el gigantesco “arenero” de 300 kilómetros cuadrados, hay que desinflar los neumáticos para facilitar la tracción. “Siempre hay que ir con dos 4×4, por lo menos” ilustra el conductor/guía y se explaya con naturalidad: “quedarse enterrado en la arena es muy común, así que es bueno tener otro vehículo para sacarte”.
El piloto sabe navegar en estas inmensas montañas móviles, adivina los caminos que no se ven y trepa y baja pendientes imposibles mientras abajo, el piso se desplaza permanentemente. Es una experiencia muy divertida, pienso, mientras me agarro fuerte al pasamanos.
En una de las paradas me separé del grupo para sacar unas fotos de lejos, confieso que no dejaba de mirarlos ya que no existen puntos de referencia y las ondulantes dunas desorientan muy rápido. Hubo atascos, rescates, risas y buen vino chileno a la sombra de un gacebo al pie de una inmensa duna de 500 metros de altura.
El número once
Nos ponemos serios y vamos camino a la mina San José, donde 33 mineros quedaron atrapados durante 70 días. Jorge Galleguillos, el minero número once en ser rescatado, nos recibe en el centro de interpretación. Se presenta, señala los hitos marcados en el predio y los enumera y detalla como el guía más avezado (“el punto dos es la entrada a la mina, el tres es el punto del rescate”, y así).
Le sigue su relato personal de la experiencia, la relación con sus “compadres” antes y después del rescate y una broma sobre la película de Banderas, a la que califica de mala. Responde nuestras preguntas y nos muestra sus tesoros: las cartas de sus seres queridos, enrolladas en un tubito, tal como le llegaban. “Nos vemos en la superficie”, alcancé a leer. Se saca el sombrero y se suma a la foto grupal de despedida.
El recorrido nos lleva entonces a la zona costera, cuyas playas pueden verse desde la ruta que corre paralela a la costa. La elegida en la zona, Bahía Inglesa, tiene arena blanca, agua turquesa y la infraestructura necesaria, y es uno de los balnearios más frecuentados a la hora de vacacionar en el norte de Chile.
Los seis miles
Muy temprano empieza la excursión que nos lleva hacia el este en busca de las montañas más altas del país, todas por encima de los seis mil metros. Para afrontar el posible malestar en altura, Carlos, nuestro guía, nos recomienda desayuno liviano y mucha agua de a sorbitos durante el trayecto.
A los pocos kilómetros de recorrido quedamos envueltos en la densa camanchaca (ver aparte), muy común durante las mañanas. El ascenso es suave y no parece que vayamos subiendo –mención aparte para las rutas de la zona: de asfalto o de tierra, son impecables–. La primera parada es en las ruinas de Puquios, un floreciente pueblo minero que durante el siglo XIX llegó a tener 5.000 habitantes y ferrocarril. Abandonado en los años ’30 por la caída de la minería, hoy sólo quedan en pie gruesas paredes de adobe y mucha historia entre montañas de colores.
Sobre los 1.800 msnm, La Puerta es un verdadero oasis con abundante vegetación y arroyos que distribuyen mansamente el agua en la zona. Ideal para aclimatarse y comer algo a la sombra de los pimientos. Después, los árboles desaparecen por completo.
El camino sigue su ascenso por el desierto; sólo nos cruzamos con Don Juan y sus más de 50 cabras. El lugareño nos señala el lugar adonde las lleva a pastar pero, francamente, sólo vemos tierra y piedra. A los 3.000 msnm, la vega Las Juntas es la última parada con agua y vegetación abundante. La subida es más pronunciada hasta el Portezuelo Maricunga, sobre los 4.100 msnm. El lugar es un balcón panorámico que permite observar el Nevado Tres Cruces de fondo y, más cerca, el intenso turquesa de la laguna Santa Rosa.
Ubicada en la depresión de los salares y conocida por su población de flamencos, esta laguna posee aguas de alta salinidad con bofedales y vegetación baja en su costa. Es refugio de numerosas aves y en la zona se pueden ver además guanacos y vicuñas.
En las alturas
Para llegar a la laguna Verde, destino final del itinerario, atravesamos el Salar de Maricunga con el volcán Copiapó de fondo, y reiniciamos el ascenso hasta los 4.300 msnm, donde el camino sigue el trayecto del río Lama.
Un poco más arriba, el Tres Cruces nos regala una postal única con vicuñas pastando en la base. A esta altura hay que moverse con cuidado y no correr ni pararse de golpe (lo digo por experiencia). Sigue un llano sobre una ruta recta y asfaltada, con nieve en las orillas, y el imponente volcán Ojos del Salado a la vista. Luego de una amplia curva en bajada, el asfalto parece sumergirse en las aguas de la laguna.
Azules, turquesas y verdes se combinan para colorear esta laguna salobre. La sal, entre otros minerales, se acumula en la orilla formando una costra blanca, esculpida por el agua y el viento, que resalta aún más el color del agua. También en la orilla hay pequeñas piletas con aguas termales rodeadas de pilares de piedra que ofrecen reparo a los que se animan al baño.
Después de las fotos y los videos llega el momento de contemplar, de mirar de verdad. A pesar de nuestra incredulidad, este lugar es real, y no hay mal de altura que pueda cambiar eso.