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Mario Rodriguez

Muy cerca de esta ciudad se realizan paseos a caballo, una actividad imperdible para conectarse con la naturaleza y conocer las sierras bien de adentro.

Desde el puesto Quinceana, ubicado a 4 kilómetros de La Falda, en la Pampa de Olaen, parten las cabalgatas de medio día, día entero y las travesías de dos días. Los circuitos incluyen ríos, arroyos, trepadas y bajadas, senderos entre espinillos, pampas polvorientas y todo el combo que las sierras de Punilla pueden ofrecer.

“El setenta por ciento de las personas que participan en mis cabalgatas y travesías son mujeres”.

Sebastián Herrero.

Sebastián Herrero, guía matriculado en turismo alternativo y propietario del lugar, recibe a los visitantes con mates y pan casero. Hace seis años, las luces amarillas en su salud le pidieron un cambio y decidió dejar el estrés de su negocio de alarmas en la capital cordobesa, para instalarse en medio de las sierras. De boina, barba larga y bombacha, baja, como indica la moda, comenta sobre los inicios en la actividad, “alquilar caballos por hora no me cerraba, sabía que tenía que encontrar un diferencial, ofrecer algo distinto”. Entonces diseñó circuitos atractivos para recorrer a caballo, se animó a los recorridos largos, le sumó la mateada, el asado y fundamentalmente, la buena onda. Hoy, agota rápidamente las “monturas” cada vez que anuncia una travesía.

“A mis caballos los conozco mucho más que a ustedes” se sincera Seba a la hora de distribuir los animales, entonces, cada jinete adopta el nombre de su caballo. Así, yo soy Río, la jovencita de Santa Fe, Chocolate, el señor de Villa María, Piquín, etc. etc. Una vez montados, el tutorial de manejo incluye las nociones básicas: arrancar, doblar, frenar y las distintas posiciones frente a las irregularidades del terreno. Se abre la tranquera y en fila india iniciamos el recorrido, los perros África y Copito se suman al grupo sin respetar el orden, se adelantan, se pierden entre los espinillos, y se reincorporan totalmente mojados, el arroyo cercano les sirve para refrescarse del sol que ya “pica”. Seba tampoco respeta su lugar, recorre la hilera, charla y controla que todo esté bien, se aparta del sendero y trepa el cerro para lograr un mayor panorama e inicia un Facebook live. Este gaucho con wifi sabe lo que hace, disfruta y juega como un niño durante el paseo y contagia.

Después de dos horas de recorrido llegamos a Puesto Viejo. Mientras la caballada descansa a la sombra de la arboleda, en la orilla del río cercano circulan dos mates, a uno de ellos -a pesar de no estar bien visto-, se le puede agregar azúcar. Se suceden las charlas y las anécdotas hasta que nuestro anfitrión anuncia que hay que volver. Revisa y ajusta cada cincha antes de comenzar el regreso. Sopla una brisa que alivia el calor y permite disfrutar aún más del panorama. Los caballos aceleran el paso, saben que la jornada llega a su fin. A esta altura, Seba ya sabe los nombres de cada jinete.

Mateada y charla a orilla del arroyo con muy buena compañía. (Foto: Mario Rodriguez).

Chat con un amigo durante la eterna conexión Aeroparque/Posadas: “¿Llevás repelente, en Misiones los mosquitos son como pterodáctilos?”. “Uy, no, me olvidé, pero compro, arriba hay un Farmacity”. Otro entretenimiento para mitigar la espera, pensé. La farmacia estaba llena, pero había tiempo. Después de comprar el Off en crema -los aerosoles solo pueden viajar en la bodega- encaré nuevamente para preembarque. Me llamó la atención la cantidad de gente y más aún, que la mayoría eran adolescentes. Coloridas vestimentas, gafas espejadas, hasta esquíes y tablas de snowboard. Julio, viaje de estudio, Bariloche, pensaba, deduciendo lo obvio. De pronto se produce una estampida, como la de los ñúes en el Serengueti (faltaba solo el rectángulo amarillo de Nat Geo), todos en la misma dirección: preembarque. Uff, la puta madre, a comerme una cola eterna. Pero estaba contento con mi repelente en la mochila. Se formaron larguísimas filas, y, como en el super, la de al lado avanzaba más rápido. Había tiempo, pero ya no sobraba. “Celular, abrigo y zapatos en la bandeja”, ordenó el dueño del scanner. Y repitió la orden como un loro, hasta que el chino, coreano o japonés que me antecedía, la entendió. En mi bandeja puse la campera, el cinto y las zapatillas con el celular adentro. Mientras me palpaban y explicaba que el chuf-chuf en el bolsillo era para el asma y no un arma de destrucción masiva, perdí de vista mis cosas. Campera, cinto, zapatillas, celular ¡celular! ¿celular? ¿celular? Fueron 3 segundos (no, más), hasta que la mano extendida del uniformado me señalaba el aparato en otra bandeja. Creo que sonreía. Pasado el momento de tensión, pero contento con mi repelente, me junté con los que serían mis compañeros de viaje, justo a tiempo.

Ya era noche cuando llegamos al soberbio “El Soberbio Lodge”. Solo hubo tiempo para la cena, luego, cama. A la mañana siguiente, muy temprano, salimos a recorrer uno de los senderos del hotel. Después de atravesar la tupida selva que rodea al edificio, llegamos a unos inmensos campos sembrados con una planta desconocida: “¿qué cultivan acá?” le pregunté al guía. “Citronella ¿o porqué pensás que no hay un mosquito en la zona?”

Apenas iniciamos el recorrido pensé -esta mina se va a mandar una cagada-, estaba totalmente convencido y se lo hice saber. Estamos en la pingüinera de la Estancia San Lorenzo, cerca de Puerto Pirámides. Miles de pingüinos han llegado a estas costas, como todos los setiembre. Los machos se adelantan e intentan ocupar los nidos que están cerca del mar, hay muchas peleas y es común ver pingüinos ensangrentados. Otros cavan pequeñas cuevas para anidar esperando a sus candidatas. El celoso guía nos indica un recorrido fuera del circuito tradicional. Se trata del exclusivo sector de alta densidad, que, claro está, tiene una gran cantidad de nidos muy juntos entre si. Lo recorremos en fila india haciendo todos los zig-zag necesarios para evitar una catástrofe.

En septiembre, los pingüinos machos son los primeros en llegar, ocupan los nidos de la temporada anterior o, construyen uno, en espera de las hembras. (Foto: Mario Rodriguez).

Pero ella, la fotógrafa italiana en busca del mejor ángulo en un descuido quedó en medio de tres nidos muy cercanos. Fue cuando le dije, -cuidado, estás rodeada-. Sonrió sin entenderme una palabra y siguió su camino sin hacer ningún daño y muy concentrada en sus fotos. Tan concentrada que no alcanzó a ver como mi pierna izquierda se hundía hasta la rodilla. Desesperado miré hacia abajo y al lado de mi pierna semienterrada emergía la cabeza ilesa pero atontada de un pingüino que me miraba sin entender nada. Como en estos casos, el último que querés que te vea, te ve. El guía, con cara de mal actor preocupado me preguntó si estaba bien. Preguntaba por el pingüino, claro.

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