“Entre el culo y la
montura deben caber cuatro dedos” nos instruye parado en los estribos.
“Para arrancar levantamos las riendas y tiramos unos besitos. Para parar,
tiramos suavemente hacia atrás las riendas y decimos ¡shooooo!”
Después del tutorial, Don Rafael distribuye los
caballos. El tordillo manso para la turista francesa. Para el quiteño que ya
tiene experiencia, el zaino colorado. El Llanero me toca a mí, es inquieto y
porfiado como vos, pero sigue alegre al resto, nada
de solitario.
Averigua mi origen, mira el cielo y me pregunta
sobre las costumbres alimenticias de los cóndores argentos. Luego aporta la
versión local, “acá se aprovechan de los terneros chiquitos, cuando las
vacas bajan al valle a tomar agua, pasan volando y chaaff!!! se los
llevan”.
“Don Rafael, se me cayó algo”, dije.
Con una seña indica al resto del grupo que siga y
se queda conmigo hasta que encuentro… la tapita del lente.
“Es un ojo de pescado?” Me pregunta
apuntando a la cámara. “No, es un gran angular para que entre mucho
paisaje en la foto” y muevo la mano de izquierda a derecha como un
limpiaparabrisas, como si no habláramos el mismo idioma. “Aaah, es mejor
que un ojo de pescado”. “No necesariamente, cumplen funciones
distintas”. Después hablamos de caballos, de vacas y de la altura del
Aconcagua.
En una hora de cabalgata llegamos al mirador, de
nubes en este caso, porque el Cotopaxi está totalmente cubierto. Aunque hay
viento y en cualquier momento el volcán puede dejarse ver. Mientras esperamos,
Don Rafael se acuesta en el piso y al ratito ronca.
Inca hasta la médula, viste como el gaucho local,
el chagra: poncho a rayas y una especie de sobrepantalón, llamado zamarro,
cubierto con piel de cordero. El casco de equitación, los lentes de sol y el
walkie talkie amarillo lo actualizan.
De regreso en la hacienda lo saludo como si me
despidiera de un entrañable amigo, me regaló una sonrisa, copia fiel de la que
le dedicó a la francesa y al quiteño.