Hace muchísimo tiempo, Tupá, el dios de los guaraníes, decidió que las almas de los muertos que debían ir al cielo, lo hicieran volando y, para eso, le pidió al Protector de las Aves que les pusiera alas. Así lo hizo, y, cuando una persona buena fallecía, el Protector le colocaba alitas a su alma para que hiciera el viaje al Paraíso. Tan feliz estaba con esa tarea que buscó, para las almas bellas, alas que no solo sirvieran para volar, sino que además anunciaran las cualidades que había tenido su dueño.
Entonces, al cacique fuerte y justo, que murió defendiendo a su pueblo, le colocó un par de alas de águila y a aquél hombre trabajador que hizo su casa y ayudó a los demás a construir la suya, lo premió con alitas de hornero. Así colocó alas de palomas, alitas de picaflor y muchas más.
Jorivá era una muchachita huérfana que vivía con su anciana abuela en la tribu del cacique Cambá Guasú. La había criado luego de que sus padres murieran cuando apenas era una niña. Ahora, era la joven quien cuidaba a la viejita, mantenía la vivienda limpia, cocinaba y todo lo hacía con alegría, era feliz.
Además la muchacha se ganaba la vida como costurera, trabajadora y diligente, nunca le faltaban vestidos para confeccionar o remendar, siempre cortando telas con su tijera, que llevaba atada a la cintura por medio de un grueso cordón. Su dedicación se hizo tan popular que incluso desde las tribus vecinas la buscaban para hacer o arreglar ropa.
Llegó el invierno, particularmente crudo, y su abuela, vieja y enferma a pesar de los amorosos cuidados de su nieta, no lo soportó y una noche de intenso frío, murió.
Con una inmensa pena, Jovirá siguió trabajando, pero la desgracia sufrida terminó por borrarle la sonrisa de su rostro y perdió la alegría y el deseo de vivir. Muchos jóvenes intentaron acercarse a ella, pero el amor nunca llegó a su corazón.
Tupá, miraba a la joven con preocupación y le habló en sueños: “Jorivá ¿no dejarás que la felicidad regrese a tu corazón? ¿Acaso prefieres reunirte con tu abuela y tus padres, acá en el cielo?” a lo que ella contestó, dormida, pero sin dudar: “Tupá, si me concedieras esa gracia, mi alma volaría inmediatamente contigo”.
El dios, triste por la confesión de la joven, le encomendó al Protector de las Aves que buscara las alas más hermosas para el alma noble de la muchacha. Este, eligió suaves plumones de colores negros, grises y blancos, excluyendo los matices alegres y brillantes, ya que la vida de la muchacha había sido humilde y sacrificada.
“Tupá -le dijo el Protector- conocemos bien a Jorivá, más que el brillo de lujosas alas ella será feliz con su querida tijera y podemos obsequiársela”. Con la conformidad del dios, tomó las plumas de la cola y las estiró hasta lograr la apariencia de una tijera y además, le otorgó la propiedad de abrirla y cerrarla a su voluntad, como lo hiciera durante tanto tiempo cuando cortaba las telas.
Con la llegada de la primavera, después de un invierno tan duro, la tribu recuperaba su alegría y, animados por el calorcito, comenzaban a levantarse más temprano, pero esa mañana la puerta de la casa de Jorivá no se abrió. Sus vecinos, se acercaron presintiendo lo peor. Pero, su sorpresa fue grande cuando descubrieron en la ventana un pájaro que nunca habían visto. De lomo negro, pecho blanco y una larguísima cola en forma de tijera.
El ave se posó en un timbó cercano, agitó sus alas, y muy feliz trepó a los cielos. Todos en el pueblo supieron que era el alma de Jorivá que emprendía el viaje hacia el paraíso convertida en el pájaro que hoy llamamos tijereta.