En el cauce del río Iguazú, cuando las aguas, alimentadas por las lluvias, corrían mansas vivía Mboi, el dios-serpiente, un temible centinela de las profundidades capaz de desatar su ira y provocar tempestades, arrancar de cuajo los arboles más grandes de la selva e incluso arrasar aldeas enteras. Los pueblos guaraníes, habitantes de la zona, le temían e intentaron aplacar su furia con ofreciéndole muchos regalos pero, ni los frutos más jugosos, ni las más aromáticas flores, ni la miel más dulce lograron calmar al dios. Solo cuando comenzaron a entregarle todos los años a una bella joven, lograron apaciguar su enojo.
Durante la triste ceremonia, la muchacha elegida se internaba en las aguas para no regresar jamás, mientras desde la orilla del río, todo su pueblo y los miembros de otras tribus que llegaban desde muy lejos para participar del cruel ritual, la despedían con tristeza. Las jóvenes que se ofrecían en ofrenda aceptaban su suerte con resignación porque sabían que su sacrificio salvaría a su gente de la furia de Mboi.
Cierta vez llegó de tierras lejanas el joven cacique Tarobá, quien, a pesar de su juventud, lo hacía al frente de sus guerreros que lo seguían sin dudar porque ya había demostrado su liderazgo y coraje frente al enemigo. Fue recibido con los honores dignos de todos los jefes guaraníes, disfrutó de sabrosos manjares y fue agasajado con danzas y canciones. Luego de la formidable bienvenida, el joven salió a caminar por la costa del río, lejos del bullicio, en donde encontró a Naipí, una bella joven de ojos negros que sonrió al verlo, pero sin poder ocultar la tristeza que la embargaba.
Tarobá se sintió inmediatamente atraído por la muchacha y al enterarse que era la elegida para ser entregada como ofrenda al dios-serpiente decidió enfrentar a los ancianos de la tribu para convencerlos de no sacrificar a la joven, pero todo fue en vano, sus palabras y sus ruegos no fueron escuchados.
Entonces el cacique, perdidamente enamorado de Naipí, decidió raptarla y la noche anterior al sacrificio, cuando todos dormían, burló a los guardias y logró llegar hasta donde la joven esperaba su destino. La cargó en sus brazos hasta una canoa que había escondido entre los juncos de la orilla y antes de que notaran su ausencia, navegaron río arriba, contra la corriente, tratando de escapar.

Al enterarse de la fuga, el despiadado Mboi, salió a buscar a la pareja por el cauce del río hasta que al encontrarlos, se encorvó y lanzó un golpe con tanta furia que hizo temblar hasta las entrañas de la tierra abriendo profundas grietas en donde las aguas del río Iguazú se precipitaron formando unas cataratas gigantescas. Taroba, a pesar de remar con todas sus fuerzas, no pudo evitar que la frágil canoa fuera arrastrada por las aguas y cayera desde una gran altura provocando la muerte de los fugitivos.
Pero el cruel dios-serpiente además de tomar la vida de los amantes y, sospechando que un amor tan inmenso pudiera seguir en el más allá, decidió separarlos para toda la eternidad. Entonces transformó a Naipí en una de las grandes rocas en medio de las cataratas, en donde recibe el golpe de las aguas y a Tarobá en un árbol que desde la orilla del abismo parece mirar la roca en que fue convertida su amada.

Los guaraníes vieron a Mboí sumergirse en la Garganta del Diablo desde donde custodia a los enamorados para que no puedan estar juntos nunca más, pero en los días de sol, entre la bruma de las aguas que se precipitan, se forma un arcoíris que comienza en una gran roca del centro de la catarata y llega hasta un árbol de la orilla. Un arcoíris que vuelve a unir a Naipí y Tarobá.
Fuente: sites.google.com/site/cuentanquehacemuchomuchotiempo/las-cataratas-del-iguazu