Yasí-Rata, “estrella” en guaraní, nació a orillas de los esteros del Iberá y creció feliz hasta convertirse en un atractivo y soñador jovencito. Al llegar a la adolescencia se pasaba horas contemplando la luna y, poco a poco se estaba enamorando de ella.
Noche tras noche, Yasí Ratá, abandonaba su maloca para observar extasiado el cielo en busca de la reina de la noche. Estaba seguro que era correspondido y sentía que la luna lo acariciaba con su luz. Cuando las densas nubes cubrían el cielo y no podía verla, el joven se desesperaba y, a pesar de las burlas de sus amigos, se trepaba a los árboles más altos con la esperanza de observarla.
Yasí-Rata decidió abandonar su pueblo con la ilusión de poder abrazar a su amada en el momento que ella tocase el horizonte. Caminó y caminó, por tupidas selvas, por valles interminables, vadeó ríos y escaló cerros y montañas hasta alcanzar la cima de la más alta pero todos sus esfuerzos eran inútiles.
Apenado y con sus pies ampollados, antes de regresar, se sentó sobre la tierra húmeda y hundió sus pies heridos en una laguna, fue entonces cuando la vio, redonda y blanca, en el medio del lago. Confundiendo el reflejo con la realidad, Yasí-Rata se arrojó al agua confiado en poder abrazarla pero la imagen de su amada desapareció y Yasí Ratá nunca regresó a la superficie, en su lugar al amanecer aparecieron unas misteriosas plantas, de verdes hojas redondas rodeando una flor blanca y brillante.
Los guaraníes llamaron a esta extraña flor, Irupé y supieron que su dios Tupá, compadecido por el amor tan puro y desinteresado de Yasí Ratá, lo había transformado en aquella planta de hojas circulares como discos para que el joven pueda observar a su amada todas las noches sin separarse de ella.
Fuente: www.identidad-cultural.com.ar