Hace mucho tiempo un antiguo pueblo de la patagonia vivía cerca de los bosques de pehuenes o araucarias, árboles que consideraban sagrados y a su sombre se reunían para rezar, les hacían ofrendas y adornaban sus ramas con regalos, pero no recolectaban sus frutos, como no tenían un buen sabor pensaban que eran venenosos y no se podían comer y los dejaban esparcidos en el suelo.
Un año, el invierno fue particularmente largo y crudo, la tierra permaneció cubierta de nieve, los ríos se congelaron y las aves emigraron. Incluso el Dios creador, Nguenechen, no escuchaba las plegarias y sobrevino un período de hambruna que, a duras penas soportaban los más fuertes pero los niños y los ancianos comenzaban a morir.
Entonces, los viejos de las tribus mandaron a los jóvenes a recorrer la región en busca de alimentos pero, a los pocos días, volvían hambrientos sin haber encontrado nada para comer.
Un muchacho, después de recorrer una región barrida por el viento, montañosa y árida, regresaba famélico, muerto de frío y con las manos vacías, se cruzó con un anciano de larga barba blanca que se le unió en el camino. Anduvieron juntos un buen rato y el viejo le preguntó qué buscaba en aquella zona de tierra arenosa y pobre, el muchacho le contó de las penurias que estaba pasando su tribu y de la vergüenza que le causaba no haber encontrado nada para ayudarlos. El desconocido lo miró extrañado y le preguntó:
¿No son suficientemente buenos para ustedes los piñones? Caen del pehuén cuando están maduros y con una sola piña se puede alimentar a una familia entera.
El muchacho, confundido, le contestó que siempre habían creído que Nguenechen prohibía comer los piñones por ser venenosos y además, muy duros.
Entonces el viejo le explicó que era necesario hervirlos hasta que se ablanden o tostarlos al fuego y, antes que el joven pudiera decir nada, desapareció. Nuevamente solo, el muchacho, sin dudarlo, juntó las vainas más grandes que encontró y corrió hacia su pueblo.
Después de contar las novedades a los viejos, se hizo un prolongado silencio hasta que uno de ellos dijo:
Ese viejo no puede ser otro que Nguenechen, que bajó para salvarnos. Vamos, no despreciemos su regalo e inmediatamente convocaron a toda la gente.
La tribu entera participó de los preparativos, acarrearon agua y leña para el fuego, incluso muchos salieron a buscar más piñones que luego hirvieron y tostaron e hicieron un gran festín. Se dice que, nunca más pasaron hambre y, también desde ese día, se llaman a sí mismos pehuenches.