Apenas iniciamos el recorrido pensé -esta mina se va a mandar una cagada-, estaba totalmente convencido y se lo hice saber. Estamos en la pingüinera de la Estancia San Lorenzo, cerca de Puerto Pirámides. Miles de pingüinos han llegado a estas costas, como todos los setiembre. Los machos se adelantan e intentan ocupar los nidos que están cerca del mar, hay muchas peleas y es común ver pingüinos ensangrentados. Otros cavan pequeñas cuevas para anidar esperando a sus candidatas. El celoso guía nos indica un recorrido fuera del circuito tradicional. Se trata del exclusivo sector de alta densidad, que, claro está, tiene una gran cantidad de nidos muy juntos entre si. Lo recorremos en fila india haciendo todos los zig-zag necesarios para evitar una catástrofe.

En septiembre, los pingüinos machos son los primeros en llegar, ocupan los nidos de la temporada anterior o, construyen uno, en espera de las hembras. (Foto: Mario Rodriguez).

Pero ella, la fotógrafa italiana en busca del mejor ángulo en un descuido quedó en medio de tres nidos muy cercanos. Fue cuando le dije, -cuidado, estás rodeada-. Sonrió sin entenderme una palabra y siguió su camino sin hacer ningún daño y muy concentrada en sus fotos. Tan concentrada que no alcanzó a ver como mi pierna izquierda se hundía hasta la rodilla. Desesperado miré hacia abajo y al lado de mi pierna semienterrada emergía la cabeza ilesa pero atontada de un pingüino que me miraba sin entender nada. Como en estos casos, el último que querés que te vea, te ve. El guía, con cara de mal actor preocupado me preguntó si estaba bien. Preguntaba por el pingüino, claro.

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