La capital ecuatoriana y sus alrededores ofrecen diversos atractivos para descubrir en varios días: el centro histórico mejor conservado de América, gastronomía típica, volcanes, selvas y páramos.
La primera actividad en Quito fue participar de una cooking class. En una casa colonial, con patio interno lleno de macetones con plantas y flores, el chef Edwin Yambay dirige su restaurante Altamira. Los participantes, con la ayuda del chef, elaboramos nuestra comida lo que resultó una gran experiencia. Conocimos las técnicas y los ingredientes, muchos de ellos desconocidos en Argentina, que rescata la cocina tradicional ecuatoriana. Hay 200 variedades de papa en Ecuador, a chola es la que se utiliza para el locro quiteño. El plátano verde, de consistencia más dura, se come frito en trozos aplanados llamados patacones o tostones. Considerado como la cuna del cacao, El país lo exportó desde siempre como materia prima, hoy gana premios internacionales en la industria de los chocolates finos.
Siguiente paso, recorrer el casco histórico de Quito, uno de los más grandes y mejor conservados de América, Patrimonio de la Humanidad. Las angostas calles hechas con piedra volcánica nos llevan hasta la Plaza Grande, sitio de reunión de los quiteños. Centro político e histórico, en el centro se levanta el monumento a los Héroes de la Independencia y, alrededor, el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, la alcaldía y la Catedral.
Casi toda población de Ecuador –un 95%- profesa la religión católica. Por eso es natural que sus más de 50 iglesias sean visitadas casi a diario por feligreses y turistas. En el circuito religioso se destacan, entre otras, la Compañía de Jesús, de estilo barroco español y un interior decorado en madera tallada recubierta en láminas de oro. Por otra parte, la monumental Iglesia de San Francisco, con su larguísima fachada y una gran explanada al frente –otro lugar de reunión de locales y palomas–, ocupa más de tres hectáreas: es la obra arquitectónica religiosa más grande de Latinoamérica.
Pájaros rojos
Todavía está oscuro en la mañana cuando emprendemos el camino hacia el norte, al Bosque Nublado. A poco de dejar la capital, el paisaje cambia por completo. El recorrido transcurre entre montañas y la vegetación se hace exuberante. Un camino angosto nos lleva hasta Paz de las Aves.
En una barranca que mira al bosque se ubica el refugio con turistas ansiosos por avistar, fundamentalmente, al gallito de la peña. Ángel se acerca al filo y emite sonidos. “Él se comunica con las aves: imita sus cantos y las llama por sus nombres”, comenta Vinicio Paz, administrador de la reserva. Las exóticas aves de contrastante plumaje rojo se acercan y se posan en los árboles cercanos. Comienza la agitación por lograr la mejor vista, la mejor foto. Alguien se aventura fuera del refugio para buscar una mejor ubicación. El reto es instantáneo y en voz baja. Las aves se alejan, y vuelta a empezar.
El desayuno, servido en un deck cercano, incluye el bolón de verde, otro de los típicos platos que tienen al plátano verde como protagonista. Alrededor todo es movimiento: colibríes, ardillas y aves coloridas van y vienen por el lugar.
Al llegar a Bellavista todavía faltan dos horas para el almuerzo, el tiempo justo para recorrer unos de los senderos del complejo. El circuito empieza frente a un nutrido grupo de “americanos” que gatillan y gatillan a cientos de colibríes que se acercan a los comederos.
Más que una experiencia exclusiva para “pajareros”, recorrer el Bosque Nublado es un pasaporte a uno de los ecosistemas más ricos del mundo, en donde se desarrolla una gran diversidad de plantas y animales. Al volver, agotado y feliz, los “americanos” siguen en el mismo lugar llenando tarjetas de memoria.
Desde la altura
Un teleférico nos lleva al volcán Pichincha: en pocos minutos subimos hasta los 4.000 metros sobre el nivel del mar. Tanto en el recorrido como en la cima, el panorama de la ciudad –y, en un día despejado, el perfil de la cordillera con los nevados Cayambe, Antisana y Cotopaxi– transforma a esta actividad en una experiencia muy recomendable. Una breve caminata nos conduce hasta las hamacas que permiten “columpiarse sobre Quito”. Hay que llevar abrigo, porque la temperatura baja drásticamente.
Basta levantar la vista desde cualquier punto de la ciudad para observar sobre la loma El Panecillo a la virgen alada. La Virgen de El Panecillo se ubica a 3.000 metros sobre el nivel del mar y fue “armada” con 7.400 piezas de aluminio. Con 36 metros de altura, es una de las imágenes más elevadas del mundo –más, incluso, que el Cristo Redentor en Río–.
La mitad del mundo
Si uno no fue al monumento Mitad del Mundo y se sacó una foto con un pie en cada hemisferio con la línea amarilla al medio, no visitó Quito. En 1736, un grupo de franceses aseguró que este era el centro geodésico del mundo. Más acá en el tiempo, GPS mediante, se determinó que la verdadera mitad del mundo estaba unos metros más allá, en Intiñán.
En el museo Intiñán se pueden experimentar con juegos didácticos los efectos de la latitud 0, la línea ecuatorial. Ahí, un huevo se para en la cabeza de un clavo, el agua de un lavatorio al sacar el tapón gira para uno u otro lado dependiendo de si está en el hemisferio sur o en el norte y, si uno se para en la línea ecuatorial, puede comprobar que pesa un kilo menos (en la parte más ancha del planeta, la fuerza de gravedad es menor).
En otra sección del museo se pueden apreciar las costumbres de los pueblos de la región, como los waorani que habitaban la Amazonia o los shuar, conocidos por su tradición de reducir cabezas.
La Capilla del Hombre
Dentro de este imponente espacio arquitectónico se exponen las obras del destacado pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. Divididas en las series de el llanto, la ira y la ternura, el artista retrata el sufrimiento, las luchas y los logros del pueblo latinoamericano. Fue declarado por la Unesco como “prioritario para la Cultura”.
“Mi pintura es de dos mundos. De piel para adentro es un grito contra el racismo y la pobreza; de piel para fuera es la síntesis del tiempo que me ha tocado vivir”.
En 2002 se inauguró su obra más importante, el espacio arquitectónico “La Capilla del Hombre”, el cual Guayasamín murió sin ver finalizado.
Sus cenizas descansan bajo el denominado “Árbol de la Vida”, un pino plantado por el mismo artista en la casa en que vivió sus últimos 20 años, dentro de una vasija de barro.