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anécdotas

Entre los “patios” de los hoteles y la playa hay unos diez escalones de desnivel. Un impecable césped con palmeras alineadas mirando al mar decoran el resto de la bajada. Quizás por el temor a que alguna de las caipirinhas perdiera frío o por refugiarme bajo las sombrillas del chaparrón pasajero o, ese espíritu rebelde que tanto me caracteriza (.) opté por cortar camino e inicié el descenso por el pasto. “Cancha rápida” le dicen al terreno cuando lo mojan antes del partido. Lástima que esta cancha no termina en la línea de cal sino en una hilera de troncos secos de palmera. Las Havaianas aceleraron el deslizamiento, fueron movimientos rápidos, fugaces, muy pocos lo advirtieron. Rápidamente me incorporé, la arena caliente disimuló la renguera. Y juro por lo que más quiero que no perdí una sola gota de las bebidas.

Próximos a los Saltos del Moconá en Misiones, se ubica el Soberbio Lodge, en donde nos alojamos por un par de días. Me habían advertido de la salida del sol a las 7:30 hs (de la mañana para más datos). La tarde anterior elegí, para hacer fotos y videos del amanecer, el inmenso balcón de la última cabaña desocupada que limita con un gran valle cubierto de citronela. Más allá, la selva y montañas. Suena el despertador. Un ojo responde. Sin peinarme ni lavarme los dientes, salí corriendo en busca de las anheladas tomas. Pisé el entarimado del gran balcón causando bastante ruido. De todos modos la cabaña estaba ¿desocupada?. A poco de empezar a gatillar, por los ventanales se descorre una cortina. El señor en slip me miraba como solo se puede mirar al pelotudo que te despierta a las 7:30 de la mañana en un lugar al que llegás a descansar, escondido de ruidos y rutas. Él tuvo el decoro y la piedad de no salir. Yo, el tino de buscar otro amanecer. Pero, el desayuno nos iba a juntar. Pregunté a Carola, propietaria del lodge, quienes de los desayunantes estaban en esa cabaña, ya que vestido, no reconocería al Sr. Me acerqué a la mesa, era una pareja. Apenas esbozaba las disculpas del caso, a la tercer palabra (no sé como se dió cuenta) sonó el: “sos cordobés, mi señora también.” “¿Si?” (a esta altura creo que somos plaga). “Que bien, de capital?”. “No, de Salsipuedes”. Me quedó la duda si era verdad o era una amenaza. Pero ampliando una sonrisa vestida me tranquilizó: “no te hagás problema, solo nos hiciste desayunar un poco antes”.

El Parque Nacional San Guillermo se ubica en el extremo norte de San Juan, en invierno es inaccesible por las nevadas y las bajas temperaturas. Durante la temporada de la primavera/verano, los deshielos cordilleranos y las lluvias rompen los caminos que de por sí, son solo aptos para vehículos 4×4.

Cada dificultad que se presenta para llegar hasta el PN San Guillermo es ampliamente recompensada. (Foto: Mario Rodriguez)

Durante el tercer día de nuestra visita, en una de las tantas curvas en una de las tantas montañas, desembocamos en un angosto camino de cornisa, pared a la derecha, vacío a la izquierda y “el malevo” de Argentino Luna en el pen. Después de un kilómetro de lento recorrido la poca nieve que todavía resiste nos bloquea el paso. Surgen dos opciones, esperar que el sol de la tardecita la derrita -sería más rápido con un encendedor- o, sin espacio para girar, volver en reversa. La reunión privada entre los pilotos/guías Vivi Ontivero y Diego Ponce fue breve. Al volver a la chata, Diego calló a Don Luna que ya había callado al malevo y debe haber visto mi cara de susto cuando aclaró: “tranquilo, marcha atrás manejo mejor”.

La antigua casona está protegida por paredes perimetrales y rejas torneadas en la zona de ingreso. Desde la vereda, el guía pidió no meter las manos entre el enrejado para fotografiar la magnífica residencia, tres perros bravos la custodian hace años. JA! Sonó como si hablara de los custodios del infierno. De todos modos el exagerado consejo me disuadió y, el resultado está a la vista, la foto es una cagada.

Los dueños por aquellos años, señores azucareros -propietarios también de palcos en la iglesia Alto da Sé, con garantía de perdón- habitaban la planta alta con grandes aberturas con ventiluces, conté siete solo en el frente. Suena lógico, la zona tiene temperaturas mínimas todo el año de 24 grados con máximas de 34, con altísima humedad, graduada en bochornosa, opresiva o insoportable. La planta baja era el hogar de los esclavos que trabajaban en los ingenios, curiosamente tiene una sola puerta y ciega.

Caminamos por la bella Olinda, el guía se llenó la boca de historias que no escuché, sigo pensando en los perros, los guardianes del infierno.

“Entre el culo y la montura deben caber cuatro dedos” nos instruye parado en los estribos. “Para arrancar levantamos las riendas y tiramos unos besitos. Para parar, tiramos suavemente hacia atrás las riendas y decimos ¡shooooo!”
Después del tutorial, Don Rafael distribuye los caballos. El tordillo manso para la turista francesa. Para el quiteño que ya tiene experiencia, el zaino colorado. El Llanero me toca a mí, es inquieto y porfiado como vos, pero sigue alegre al resto, nada de solitario.
Averigua mi origen, mira el cielo y me pregunta sobre las costumbres alimenticias de los cóndores argentos. Luego aporta la versión local, “acá se aprovechan de los terneros chiquitos, cuando las vacas bajan al valle a tomar agua, pasan volando y chaaff!!! se los llevan”.
“Don Rafael, se me cayó algo”, dije.
Con una seña indica al resto del grupo que siga y se queda conmigo hasta que encuentro… la tapita del lente.
“Es un ojo de pescado?” Me pregunta apuntando a la cámara. “No, es un gran angular para que entre mucho paisaje en la foto” y muevo la mano de izquierda a derecha como un limpiaparabrisas, como si no habláramos el mismo idioma. “Aaah, es mejor que un ojo de pescado”. “No necesariamente, cumplen funciones distintas”. Después hablamos de caballos, de vacas y de la altura del Aconcagua.
En una hora de cabalgata llegamos al mirador, de nubes en este caso, porque el Cotopaxi está totalmente cubierto. Aunque hay viento y en cualquier momento el volcán puede dejarse ver. Mientras esperamos, Don Rafael se acuesta en el piso y al ratito ronca.
Inca hasta la médula, viste como el gaucho local, el chagra: poncho a rayas y una especie de sobrepantalón, llamado zamarro, cubierto con piel de cordero. El casco de equitación, los lentes de sol y el walkie talkie amarillo lo actualizan.
De regreso en la hacienda lo saludo como si me despidiera de un entrañable amigo, me regaló una sonrisa, copia fiel de la que le dedicó a la francesa y al quiteño.

Meia Praia, Itapema, Brasil. El sol se despierta y sube. La desierta playa cede arena a sombrillas, gacebos, reposeras, esterillas con culos, conservadoras y vendedores ambulantes. Es el momento de tomar sol, leer y relajarse. Las actividades deportivas están vedadas hasta las 19hs. La “fiscalizazao”, un cuerpo de élite y chaleco azul, recorre el lugar reprimiendo cada intento de pegarle a una pelota, sea cual fuere el tamaño de la misma, incluso el deporte extremo del tejo, está prohibido hasta bien entrada la tarde. Pero el sol se cansa y cae. El paisaje cambia. Y cambian los personajes.

Al atardecer, en las playas de Itapema, el fútbol es un ritual ineludible. (Foto: Mario Rodriguez).

No recuerdo bien cuando lo ví por primera vez. Con mi reposera semienterrada y a contraluz, su silueta me pareció la de un gigante esgrimiendo sus poderosas armas. Estaba parado en medio de la playa que empezaba a despejarse, y su larga sombra agregaba dramatismo a la imagen. Más extraño fue ver como, por algún poder hipnótico, los muchachos se acercaban a él como zombies. Me incorporé decididamente a buscar otra Skol y a averiguar que pasaba. Las poderosas armas eran en realidad, caños de PVC con sus respectivos codos, y el gigante armaba los arcos y los zombies se dividían para empezar el partido.

Chat con un amigo durante la eterna conexión Aeroparque/Posadas: “¿Llevás repelente, en Misiones los mosquitos son como pterodáctilos?”. “Uy, no, me olvidé, pero compro, arriba hay un Farmacity”. Otro entretenimiento para mitigar la espera, pensé. La farmacia estaba llena, pero había tiempo. Después de comprar el Off en crema -los aerosoles solo pueden viajar en la bodega- encaré nuevamente para preembarque. Me llamó la atención la cantidad de gente y más aún, que la mayoría eran adolescentes. Coloridas vestimentas, gafas espejadas, hasta esquíes y tablas de snowboard. Julio, viaje de estudio, Bariloche, pensaba, deduciendo lo obvio. De pronto se produce una estampida, como la de los ñúes en el Serengueti (faltaba solo el rectángulo amarillo de Nat Geo), todos en la misma dirección: preembarque. Uff, la puta madre, a comerme una cola eterna. Pero estaba contento con mi repelente en la mochila. Se formaron larguísimas filas, y, como en el super, la de al lado avanzaba más rápido. Había tiempo, pero ya no sobraba. “Celular, abrigo y zapatos en la bandeja”, ordenó el dueño del scanner. Y repitió la orden como un loro, hasta que el chino, coreano o japonés que me antecedía, la entendió. En mi bandeja puse la campera, el cinto y las zapatillas con el celular adentro. Mientras me palpaban y explicaba que el chuf-chuf en el bolsillo era para el asma y no un arma de destrucción masiva, perdí de vista mis cosas. Campera, cinto, zapatillas, celular ¡celular! ¿celular? ¿celular? Fueron 3 segundos (no, más), hasta que la mano extendida del uniformado me señalaba el aparato en otra bandeja. Creo que sonreía. Pasado el momento de tensión, pero contento con mi repelente, me junté con los que serían mis compañeros de viaje, justo a tiempo.

Ya era noche cuando llegamos al soberbio “El Soberbio Lodge”. Solo hubo tiempo para la cena, luego, cama. A la mañana siguiente, muy temprano, salimos a recorrer uno de los senderos del hotel. Después de atravesar la tupida selva que rodea al edificio, llegamos a unos inmensos campos sembrados con una planta desconocida: “¿qué cultivan acá?” le pregunté al guía. “Citronella ¿o porqué pensás que no hay un mosquito en la zona?”

Apenas iniciamos el recorrido pensé -esta mina se va a mandar una cagada-, estaba totalmente convencido y se lo hice saber. Estamos en la pingüinera de la Estancia San Lorenzo, cerca de Puerto Pirámides. Miles de pingüinos han llegado a estas costas, como todos los setiembre. Los machos se adelantan e intentan ocupar los nidos que están cerca del mar, hay muchas peleas y es común ver pingüinos ensangrentados. Otros cavan pequeñas cuevas para anidar esperando a sus candidatas. El celoso guía nos indica un recorrido fuera del circuito tradicional. Se trata del exclusivo sector de alta densidad, que, claro está, tiene una gran cantidad de nidos muy juntos entre si. Lo recorremos en fila india haciendo todos los zig-zag necesarios para evitar una catástrofe.

En septiembre, los pingüinos machos son los primeros en llegar, ocupan los nidos de la temporada anterior o, construyen uno, en espera de las hembras. (Foto: Mario Rodriguez).

Pero ella, la fotógrafa italiana en busca del mejor ángulo en un descuido quedó en medio de tres nidos muy cercanos. Fue cuando le dije, -cuidado, estás rodeada-. Sonrió sin entenderme una palabra y siguió su camino sin hacer ningún daño y muy concentrada en sus fotos. Tan concentrada que no alcanzó a ver como mi pierna izquierda se hundía hasta la rodilla. Desesperado miré hacia abajo y al lado de mi pierna semienterrada emergía la cabeza ilesa pero atontada de un pingüino que me miraba sin entender nada. Como en estos casos, el último que querés que te vea, te ve. El guía, con cara de mal actor preocupado me preguntó si estaba bien. Preguntaba por el pingüino, claro.

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